domingo, 1 de marzo de 2009

RIGOR Y VERACIDAD
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Dondequiera que esté, cada información posee un contenido; pero puede, éste, no estar en consonancia con la realidad, porque no lo evidencian o no lo aceptan los hechos que en ella se suceden. Así que existe, antes que nada, un rigor que da progresivamente una consecuencia -en lo que se dice- de una mayor o menor veracidad.

Sí, tras haber leído bastantes ensayos, artículos y estudios de todo tipo, ahora se suele confundir -con frecuencia- no distinguiendo lo que es la argumentación -con sus reglas- de lo que es la opinión -algo muy determinado por una manera de ser que se expresa con lo que tiene, o sea, que expone una particular volición-.

Eso es, la opinión es una “posición tomada” -un apriori- o un convencimiento personal -algo siempre un tanto cerrado- que está condicionado antes por un creer, desde luego, por una creencia de lo que ya se concibe en el interior frente a cualquier aprobación o desaprobación de disquisiciones o de razones que posteriormente llegan del entorno.

Entiéndase, la opinión defiende -a toda costa- una manera de ser; la expone e, insoslayablemente, la propone (la opinión desde un principio no es elegible).

Por el contrario, la argumentación racional para todos conlleva, supone o “establece” -igualitariamente- una búsqueda de la veracidad, en claro, es búsqueda de elementos “para ella argumentarse”, para sustentarse ante todos, o ante cualquiera (pues, si cualquier cosa tiene unos requisitos para ser "lo que es", la razón tiene únicamente los que son suyos). Y, por tal sujeción, exige entonces una disciplina, un tener en cuenta muchas razones o conocimientos; e exige -de seguido- un análisis (valoración objetiva) de ellos, depurando o vislumbrando -después- un resultado coherente.

Con aforo a eso, muchos ensayos, tesis y estudios -en apariencia veraces- son erróneos; amaneran un conjunto de informaciones sin las reglas o criterios necesarios, y con tópicos, con prejucios, con “referencias” o utensilios o recursos que no se relacionan de forma directa o contextual, que nada tienen que ver con un estricto proceso aclaratorio o delimitado.

Por ello, si argumentar es búsqueda de la veracidad, en coherencia, sí, lo primero es esa predisposición: un amor a la verdad (su aceptación incondicional o sin restricciones). Lo cual implica el reconocerla siempre, de uno o de otro, sin preferencias mediáticas, sin cortapisas ideológicas, y sin privilegios corporativistas -puesto que, ya lo contrario, es no respetarla o no argumentar-.

Lo segundo, por eficacia, es la delimitación; a ver, ceñirse a algo en concreto por cuanto que, esto, evita el malentendimiento o la confusión. Y es que más vale el encontrar un poco de veracidad sin provocar alguna confusión que el encontrar mucho muy líado, no discernido, mal relacionado para el resultado final que ha de ser coherente. Es decir, no tratar de dos contextos al mismo tiempo -mezclándolos- y, ya, de seguido, el ir “madejándolos” de manera interesada -tan a veces inconsciente- hacia una obligada relación entre ellos.

Pero no menos importante es la elección de los recursos para una argumentación; porque muchos hacen acopio de citas, de dichos, de rumores, de teorías, de modas, de términos míticos o ficticios, de costumbres, de tendencias dominantes o chovinistas, de leyes milagrosas, de estados del bienestar al lado de tantas miserias, de supersticiones, de aprensiones apocalípticas o de excesiva alarma social e, incluso, de temas populares que sobredimensionan a unos contextos o los sobreprotegen -así, por el acto subliminal o demagógico- dentro de la realidad.

Todo tiene sus "medios adecuados", esos que sólo le producen a algo un efecto -una consecución- en concreto. Nunca se eliminarán los prejuicios, nunca, si antes no sabes seleccionar la información que te va llegando, dándole el valor -en un juicio muy crítico- que le pertenece con respecto a unos criterios adecuados para cada contexto.
No se ha de conducir eligiendo la información que un acompañante te ofrece, sino otra que sensatamente es la propia -por ejemplo-.

También, hay algunos -por casos, bastantes- que optan por conclusiones precipitadas después de no argumentarlas -aducirlas- y, al momento, las dan como válidas “imponiéndolas” en “revistas de prestigio” en las cuales, ellos, por influencia, tienen la publicación y el “éxito de engaño” casi seguro.
He contado cientos de esas argumentaciones.
Entre tanta mediación, es lógico -anteponiendo una cínica competitividad-, se desencadenan unas manipulaciones correspondientes; a sabiendas de que una coherencia que no se manifiesta en lo ético conduce, y no en poco, a lo mediocre.

En cuestión, la argumentación válida únicamente puede ser la que, en verdad, es menos refutable o no ha sido refutada; en virtud de que ya ha superado otras argumentaciones -contraargumentándolas con pruebas aclaratorias- por ser más sólida o más coherente.
No, no puede “imponer” uno una argumentación si ya tiene, al lado, en frente, de otro, una contraargumentación evidente, elucidada, aunque sea sólo una.

En fin, por último, reiterar que la argumentación nunca se defiende despóticamente ante las reglas de la razón menoscabando los valores de honestidad y de esfuerzo -en suma, de dignidad- que, de ella, se desprenden.
Y señalar que, habiendo ensayos de divulgación (repetir lo que otros han dicho, porque se valore, que bien está), mis trabajos no son de ninguna manera divulgativos en cuanto que, lo que mayormente contienen -con abundante precisión-, lo he dicho yo únicamente o es tan sólo fruto de... mi esfuerzo -que haberlo, haylo-.
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